Recordando la epopeya, hace 92 años, de los Locos de la Azotea.
Compartimos este texo del 2010 de Oscar Bosetti...
LA RADIO: NOVENTA AÑOS DE PALABRAS Y SONIDOS DE LARGO ALCANCE.
El 27 de agosto pasado, la Radiofonía nacional cumplió sus primeros noventa años. En ese zigzagueante recorrido -al igual que lo que pasa con la propia Historia Argentina- los parlantes radiofónicos hicieron públicos esas voces y esos sonidos que tanto encariñaron a la sociedad como la hundieron en los laberintos de sus propias encrucijadas. Así, las picardías costumbristas de la entrañable Marina Esther Traveso, o la atildada voz de Alberto Taquini informando sobre los avatares de la Segunda Gran Guerra, o las historias risueñas de La Revista Dislocada, o los susurros sexuados de una tal Betty Elizalde o de Nucha Amengual y las rimas pegadizas de algún reclame publicitario tuvieron que convivir con los marciales anuncios de un nuevo Golpe de Estado, los Comunicados de la Guerra de las Malvinas o los discursos de ajustes de recurrentes Ministros de Economía que la memoria quisiera olvidar.
En fin, en este sinuoso trayecto de nueve décadas no se puede hablar de una única, uniforme y homogénea Radio. Más preciso sería, entonces, dar cuenta de tantas Radios como momentos atravesamos y, aun así, para cada etapa habrá tantas Radios como intereses empresariales, políticos y mediáticos alcancemos a develar. Porque, a veces (muchas veces), como ocurría con los acusmáticos, las Radios son las sonoridades con las que se expresan ciertos grupos dominantes cuyas siluetas apenas podemos intuir en el enmarañado mapa de medios de nuestro país.
Partes del Aire
Las agujas de los monótonos relojes habían desequilibrado el perfecto ángulo recto de las nueve de la noche. Después fueron los pausados acordes musicales que introducían el Parsifal, aquel drama lírico elucubrado por el compositor alemán Richard Wagner (1813-1883). Un pequeño número de antenas de estoicos radioaficionados distribuido por la Ciudad Aldea apresó esa onda sonora, misteriosa y vermicular que durante casi tres horas se empeñó caprichosamente en difundir esa "audición llovida del cielo", como tituló el diario La Razón del día siguiente.
Desde aquella noche fundacional del 27 de agosto de 1920 impulsada por el entusiasmo de Enrique Telémaco Susini, Miguel Mujica, Luis Romero Carranza y César José Guerrico, han pasado noventa años y cientos de voces y sonidos han recorrido los inasibles surcos del éter radiofónico. Allí quedaron registrados los momentos de esporádicas alegrías o infinitas penurias que acompañaron la vida cotidiana de nuestra sociedad. Ahí se cruzan y conviven los personajes tiernos e irrepetibles de la gran Niní Marshall y la inconfundible máscara del candoroso “Felipe” de Luis Sandrini; la incuestionable ductilidad vocal de Pepe Iglesias, "El Zorro", y la ácida ironía de su tocayo Arias; los enfervorizados relatos de Luis María Sojit, Lalo Pelicciari o “El Gordo” José María Muñoz y las narraciones amables de los elegantes y atildados Fioravanti u Osvaldo Caffarelli en sus noches luminosas desde el Luna Park o -más acá en el tiempo- del multifacético Víctor Hugo Morales. Y, también perduran, las huellas dibujadas “en el aire” por Antonio Carrizo y Jorge “Cacho” Fontana, Héctor Larrea y Mario Pergolini, Elizabet Vernaci y Eduardo Aliverti, o Hugo Guerrero Marthineitz y Nora Perlé… En fin, de tantos y tantas que han habitado o aún moran en esos domicilios situados en una frecuencia del dial de la Amplitud Modulada o de la FM.
También allí están las historias impredecibles de Tarzán, Rey de la Selva para compartir la taza del café con leche humeante y las tostadas con manteca y dulce de leche y las sagas irrepetibles de un Poncho Negro invencible y fraternal o de un generoso Terry Atlas siempre dispuesto a cumplir con la arriesgada misión aérea que se le había encomendado y que él enfrentaba con coraje singular.
Para mas de una generación que primero vibró junto al aparato con formato de "capilla" o "catedral" y luego con la portátil "a transistores", la Radio es el medio inexorablemente asociado al discurrir de un universo compuesto por vocablos ríspidos o gentiles, extraños o familiares a fuerza de tanto sonar: "Mamarrachito mío", "Aquí Base Naval Puerto Belgrano", "Les habló el Amigo Invisible", "Deben ser los gorilas deben ser", "Informó: el boletín sintético de radio El Mundo", "He aquí las primeras noticias para este Boletín", "Venga del aire del sol /del vino de la cerveza...", "Sí amigos; ésta es la casa de los Pérez García", "Tu show nocturno exclusivo, Modart en la noche", "A partir de este momento las emisoras integrantes de la Cadena Nacional...", "... a las veinte y veinticinco...", "Cita de la juventud triunfadora". En fin, Mis Queridos Filipipones, Mis Estimados Escuchadores: "¡Ay Esmeralda! rascame la espalda...”
Un reinado incuestionable
Durante casi cuarenta años, la Radio urdió pacientemente las tramas de una identidad nacional y social que se organizó en base a palabras fugaces (pero destinadas a perdurar, por esa rara paradoja que envuelve a la Comunicación Radiofónica) y sonidos de largo alcance. Por ella, entonces, pasaron los momentos de destellante gloria del Tango y del Radioteatro, del Humor microfónico y del Deporte, de la música Folklórica y de la Información, del naciente Rock & Roll y las Charlas Pedagógicas. Eran los tiempos de la denominada Radio Espectáculo, ese período que se extendió entre 1932 y finales de los cincuenta, cuando en cada mente se diseñaron personales e intransferibles funciones teatrales solo vistas a través de las prolíficas miradas del imaginar.
Hasta que un día irrumpió un nuevo y engreído competidor: llegó la televisión y a la geografía familiar se incorporó el televisor. A partir de ese instante -ya estamos en los comienzos de los sesenta- la Radio tuvo que adecuarse a un tiempo que auguraba el inicio de un nuevo imperio avasallador y definitivo: el de la imagen. Sin embargo, resistió y pudo continuar su ciclo pese a los agoreros designios de quienes desalentaban su futuro o, directamente, decretaban su irremediable y pronta agonía.
Traspasados los umbrales de las nueve décadas de aquella emisión inaugural desde el teatro Coliseo de la Ciudad de Buenos Aires y del afanoso empeño de "Los Locos de la Azotea" para consumar ese hito, la Radio sigue conviviendo con todos nosotros pese a la contumaz acechanza de la vídeo-tele-cultura y de los sospechosos abrazos del omnipresente universo digital. En esa desapacible topografía, la radiofonía constituye un campo de referencias y evocaciones de imágenes, paisajes y acusticidades. Así, la Radio se hace imaginación con la voz, escenografía con la música, sonoridad con los efectos y sugerencias con el implacable silencio.
Cada componente del audio además de dar lo mejor de sí acompaña al resto de tales reflejos, creaciones e imaginaciones. Gracias a esta capacidad expresiva, la Radio hiperboliza la realidad. La sugerencia de la belleza de una persona instiga a la audiencia a que se proyecte su máximo ideal de hermosura y la representación acústica de una impar invasión marciana a la Tierra desata el pánico colectivo en una imborrable Noche de Brujas de 1938.
Sin imagen visual la Radio consigue crear su propia constelación de estrellas y perpetuarla. Aunque la voz se apague en las antenas persiste en la memoria colectiva o particular de cada uno, de cada una. Es el efecto de la cálida impregnación auditiva frente a la fría señal de lo visual.
Se dice con sólidos argumentos que los niños de las décadas en que no había TV preservan en su imaginario las voces de los locutores y actores de la época, reproducen las músicas que se imprimieron en sus recuerdos y repiten los nombres de sus astros preferidos. Se han quedado en algo más próximo y comunicativo formando parte de la vida íntima de cada oyente.
Al principio, se sabe, fue la palabra. No había escritura para transmitirla, pero sí expresión oral para pasarla de generación en generación, de comarca en comarca. Por eso, la Radio se une a la tradición oral, a lo primigenio, a lo más elemental (pero necesario) del ser humano. De ahí, por cierto, su penetración y arraigo. Y (¿por qué no?) su obstinada vigencia. ¿Acaso no es dable aventurar que habrá Radio mientras subsista el relato oral? ¿O que las radiofonías permanecerán incólumnes mientras el hombre no extravíe el verbo ni le ajenen el simple hecho de escuchar?
En tanto, los parlantes seguirán sonando y en este heterogéneo ecosistema de medios masivos que median, el relato radiofónico, por ejemplo, se seguirá enlazando con las narraciones tradicionales, convirtiendo a las transmisiones deportivas o a los programas informativos de la primera mañana en el romancero de nuestros días, en las coplas del ciego que cuentan los sucesos de esta implacable realidad cotidiana.
Pero… ¿solo con esto (con los relatos vibrantes enunciados desde un estadio de fútbol o con los Boletines Horarios inmiscuyéndose en los sinuosos repliegues de cada día) nos podemos conformar cuando nos ponemos a pensar en las narraciones que hoy se sobreviven en los parlantes? No tengo dudas: el poderoso potencial narrativo de la Radio sigue desafiando a la creatividad de los realizadores de este incitante Siglo XXI. Las respuestas no se pueden demorar.
En este trayecto de nueve décadas están encriptadas las claves o las cifras de esas otras tramas sonoras que serán parte de los nuevos aires que están por venir.